José Mujica, expresidente de Uruguay, murió este 13 de mayo a los 89 años en su chacra de Rincón del Cerro. Su partida marca el fin de una era en la política latinoamericana, donde su figura simbolizó coherencia, sencillez y una lucha constante por la dignidad humana.
Conocido por vivir en una pequeña granja, manejar un viejo auto y donar gran parte de su sueldo como presidente, Mujica fue un referente moral y político. Gobernó Uruguay entre 2010 y 2015, pero su influencia trascendió fronteras y partidos. Inspiró desde el ejemplo, no desde el poder.
Durante su mandato, impulsó reformas profundas que colocaron a Uruguay en la mirada del mundo. Apostó por la legalización del cannabis, los derechos reproductivos de las mujeres y el matrimonio igualitario, convencido de que la política debía servir a las personas, especialmente a las más olvidadas.
Antes de llegar a la presidencia, fue guerrillero, preso político, legislador y ministro. Pasó 14 años en prisión en condiciones infrahumanas, lo que forjó su visión crítica del poder y su defensa inquebrantable de las libertades. Su historia personal estuvo marcada por el dolor, pero también por la esperanza.
En los últimos meses, su salud se deterioró por un cáncer que eligió enfrentar sin agresividad médica. Se despidió como vivió: sin dramatismo, sin buscar aplausos, sin escapar de la realidad. Dijo que su tiempo había terminado y que lo había vivido con intensidad, convicción y gratitud.
José Mujica deja una herencia única: la certeza de que es posible hacer política con el alma limpia. Su vida fue un acto de resistencia a la soberbia del poder y un canto humilde a la humanidad. En el recuerdo colectivo, ya es leyenda.